No hace mucho leí una tribuna de Antonio Abril titulada Nueva ley orgánica del sistema universitario español: ¿vamos a perder esta oportunidad? Abril conoce nuestro sistema universitario como pocos, desde dentro y desde fuera. Nos tiene acostumbrados a análisis actuales, precisos y bien informados. Pero oteemos el horizonte más allá.
En las clasificaciones internacionales basadas en indicadores, España suele estar situada en posiciones que se corresponden con su peso económico como país desarrollado. Así, en el caso universitario, y con el indicador «número de publicaciones en revistas científicas», España está en su lugar. No suele ser así cuando se mide, con un indicador como «porcentaje de artículos científicos con número de citas en el percentil más elevado», la calidad: aquí está por debajo de lo que le correspondería. Esto es grave, porque la densidad de la investigación de alta calidad es el motor de la innovación y por ende de la economía. ¿Disponemos de indicadores menos técnicos y que cubran períodos suficientemente largos? Sí, desde hace más de 120 años existe un indicador de la calidad de la investigación reconocido por todos: los premios Nobel de Física, de Química y de Medicina. Su análisis permite llegar a algunas conclusiones significativas, independientes de fluctuaciones y azares.
¿Cómo anda aquí España? El de Física lo han recibido 222 laureados de 20 países, 13 de ellos europeos, ningún español. El de Química, 191 de 31 países, 20 europeos, ningún español. El de Medicina, 225 laureados de 26 países, 16 europeos, entre ellos dos españoles: Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa, éste siendo ya estadounidense. En esta disciplina, España tiene pues el 1% de los laureados, cifra excesivamente baja para permitir cualquier optimismo. Si consideramos las tres disciplinas juntas, la cifra cae a un misérrimo 3 por mil. En matemáticas, la Medalla Fields, equivalente del Nobel, ha condecorado a 69 personas de 21 países, 11 de ellos europeos, ningún español.
Se puede aducir que los Premios Nobel suelen otorgarse por trabajos realizados hace años, y que quizás en el futuro tengamos alguno, pues la calidad de la ciencia en España ha aumentado. Pero ¿es probable? Veamos las estadísticas del Premio Wolf, considerado un pre-Nobel. De nuevo nos limitaremos a las disciplinas científicas: Física, Química, Matemáticas y Medicina.
En Física, Juan Ignacio Cirac lo recibió en 2013 trabajando en un Instituto Max Planck, y Pablo Jarillo-Herrero, en 2020, investigando en el MIT. Como en Física lo han recibido 68 científicos, los españoles son un 3%, cifra razonable, incluso buena. En las demás disciplinas, ni un español.
Es interesante mencionar que tenemos también en España un excelente predictor de Premios Nobel. La Fundación BBVA otorga desde 2008 los Premios Fronteras del Conocimiento, comparables al Premio Wolf: en las disciplinas aludidas 11 de sus galardonados recibieron posteriormente el Premio Nobel.
En resumen, ceteris paribus, y utilizando los Premios Wolf como predictor, la probabilidad de que un científico español obtenga un Nobel en los próximos 30 años es muy baja, con la salvedad de la Física, donde es algo mayor. La probabilidad pues de que, globalmente, la calidad y presencia de la ciencia, y por ello su papel motor de la innovación y la economía, se incremente significativamente en los próximos 30 años es, si no se toman medidas drásticas, casi nula. Se podrá argüir que España, en la cadena parcialmente causal formada por los tres eslabones que son la investigación de calidad, la innovación y el desarrollo económico, podría prescindir del primero y centrarse directamente en el segundo, también una asignatura pendiente, ya que en el Global Innovation Index está en la posición 29mundial, 18 en Europa. Ningún país europeo que destaque en materia de innovación cree que esto sea posible, pues el atajo que lleva directamente a la innovación, no digamos ya al desarrollo económico, no parece existir.
¿Es el actual proyecto de ley el que se necesita para corregir semejante futuro sombrío? ¿El que nos permitiría retener, recuperar y atraer al talento? No, y estoy convencido de que sus redactores tampoco lo creen. ¿Entonces, para qué esta ley? ¿Para contarle a Europa el cuento de que se ha reformado la Universidad? ¿Para añadirla al catálogo de las leyes aprobadas?
Esta ley es tristemente singular en comparación con las de todos los países con buenas universidades e investigación de alta calidad. Ser tan distintos en algo en lo que no destacamos debería llevar a interrogarnos. Pero gracias a la diversidad que ofrece Europa no hay que reinventar la rueda, basta con analizar y adaptar a nuestras circunstancias las leyes de los países que destacan por su calidad: los escandinavos, Países Bajos, Reino Unido, Suiza, Austria, Alemania; y fijarse en algunos aspectos de las legislaciones francesa, belga, luxemburguesa, irlandesa y portuguesa. La mayoría de estos países tienen sistemas universitarios, de investigación y de innovación potentes y eficaces, que combinan inteligentemente lo privado con lo público, permitiendo además retroalimentaciones sinérgicas y retornos tecnológicos que vuelven a fertilizar el sistema. Nosotros no los tenemos al nivel que necesitamos, y la nueva ley no mejorará la situación. Con suerte, no la empeorará, gracias a la extraordinaria resiliencia universitaria.
El texto propuesto no puede ser el que España necesita, porque la filosofía es la equivocada. La calidad, algo que no se discute ni se condiciona, no se consigue con los siete pecados de populismo, igualitarismo, politización, corporativismo, endogamia, modas ideológicas y sumisión a intereses estamentales, sino con las siete virtudes de conocimiento, meritocracia, profesionalización, apertura, movilidad internacional, solidez intelectual y servicio a la sociedad.
Una ley que no permitiría a ningún Premio Nobel científico ser rector de una universidad pública española resulta, cuando menos, sorprendente. Todas las universidades más destacadas lo son porque atraen a los mejores: es así de sencillo. Recordemos que el valor de un investigador tiene dos causas: la innata, desprovista de mérito, y la adquirida por la vida y el entorno -estar en el lugar y el momento adecuados, con los maestros y colegas adecuados e investigando en la temática adecuada-, y que parcialmente es meritoria. Y por eso la movilidad internacional es esencial: permite que el investigador busque urbi et orbi la universidad o centro en que mejor pueda desarrollar su potencial. Esto es de justicia social. Y es lo más eficaz que podemos hacer para luchar contra el azar, la predestinación, los prejuicios, el localismo y las barreras: considerar el mundo, o al menos Europa, como nuestro entorno natural de desarrollo de talento. Si se mira dónde nacieron los investigadores de las cuatro universidades con mayor número de Premios Nobel, California, Harvard, Stanford y MIT, se entenderá perfectamente.
Llevo años sin residir en España, por lo que no sé hasta qué punto se conoce todo el acervo científico-intelectual español que vive en la diáspora. Me encuentro en todas las partes con españoles, en excelentes universidades y centros de investigación. Un sistema que selecciona a los científicos de tal forma que muchos de los mejores emigran, con pocas esperanzas de volver, y que no lo compensa con el talento que atrae del extranjero, es una catástrofe, sin paliativos, para el país de origen. ¿Cómo contribuye la nueva ley a resolver este dislate?
Me sorprendería que los responsables del texto no perciban que ésta no es la ley que necesitamos. Reconocer un error nunca es una deshonra; refleja más bien cierta grandeza. Persistir en el camino erróneo por motivos coyunturales o banales no puede ser motivo de orgullo, y en este caso significa sacrificar en gran medida el futuro del país. Una ley universitaria debe diseñar un futuro para al menos los siguientes 20 años, y debe ser consensuada al máximo, política y socialmente. Pensemos, por una vez, en las próximas generaciones, y no en la política, y sus malhadadas razones cortoplacistas.